viernes, 8 de enero de 2010

El descenso

Observaron con sorpresa las tres lunas que colgaban del cielo bermejo.

Dieron sus primeros pasos con lentitud, pesados, casi arrastrados por el polvo de la superficie. Uno de los hombres advirtió que la luna mayor hacía vibrar un resplandor violeta, que más parecía un código cifrado que un fenómeno cósmico o del azar de aquella naturaleza. Era el primero de la fila. Agachaba su cabeza y tiraba con todo el cuerpo para poder despegar los pies del camino.

No advirtió la desaparición repentina del resto de la tripulación que marchaba detrás de él. No advirtió que las tres lunas irradiaban un fulgor que semejaba una carcajada.

poema 9 (bloqueado)

Escribo que la página en blanco es el peor muro para el choque. Releo la frase y me parece torpe, brusca, y difuso su significado. La borro.

Escribo que la página en blanco es el peor muro para el choque. Releo la frase y me parece torpe, brusca, y difuso su significado. La borro.

martes, 5 de enero de 2010

LOS ELEMENTOS

De pronto el cielo se nubló. Era como si desde algún astro lejano, alguien fumara su enorme pipa y echara con premeditación las gruesas bocanadas de humo.

Cayó sobre el pasto, y hasta la tierra seca, una gota de agua. El universo descendía, estallaba en vida. El espacio rugió, semejante al lamento de una cáscara de huevo durante el nacimiento.

Y todo siguió funcionando, sobre su cinta mecánica de días y días, con la pasividad del que corre contra el reloj. Aquel abría su negocio y esperaba la clientela; éste encendía el motor de su auto y acomodaba el maletín en el asiento de acompañante; más allá aquella pensará en las decisiones a tomar durante la reunión de la tarde; otro despertará sin saber qué hacer.

Y todo como ayer.

Aunque llovía el canto de la mañana verdadera, vestida con su larga capa de juncos, con lucidez, más que sonrisa, en los labios. Estaba entre nosotros, esperando ser escuchada. Silbaba como el zorzal y se agitaba en la copa de los árboles. Desnudaba en la noche su cielo repleto de estrellas.

Aquí estaba. Pero todo, como ayer.

Entre nosotros se vestía de brisa, y besaba a los desprotegidos con su manto de humildad. Tomaba de la mano a los que cruzaban los puentes, y daba alas a aquellos que seducía el vacío. Pero no fue escuchada, ni vista. Y se replegó.

De pronto los árboles perdieron su cabello, y devorado por una serpiente, el canto de las aves cesó su vuelo. Ya no estaba, y todo seguía en su marcha de minutos y días.

Ladraron perros de muerte. Los rebaños fueron de lobos. Y con la piel de las ovejas fabricaron tuercas. Para que no volviera.

Y una mañana, cuando el cielo parecía una nube de plomo, con sus dorados dedos de sol, derramó una gota de agua sobre la tierra.

Un gorrión azul dio la bienvenida con su baño de alas en las cenizas.

LE MAT

Todo es movimiento.

En la quietud, el movimiento es huracán que arrastra las hojas desperdigadas por el silencio.

Nos movemos.

Yo me muevo.

Tú te mueves.

Él se mueve.

Nosotros nos movemos.

Todos, en movimiento.

En la partida, permanece nuestro movimiento, tal vez disuelto, tal vez ya no aquí, pero flotando, moviéndose, desplazándose, como motas de polvo, en el aire, en la entrada y la salida de los cuerpos al respirar.

El nacimiento es movimiento; el crecimiento lo es. Todo es movimiento, transformación, creación y aniquilación.

Necesidad única y prioritaria para el comienzo: movimiento, el sí eterno, la afirmación de lo que se transmuta y permanece.

Pero luego el cambio, el movimiento, la aniquilación para el nacimiento. Y así va el mundo, en movimiento.

Certeza de la libertad que nos invade, que se es, en movimiento.

Certeza, única certeza, la del flujo y reflujo del río, la de una roca despeñándose hasta desintegrarse en el vacío, si es que el vacío existe y no es también movimiento.

HOMBRE INVISIBLE (o la selva)

Lo descubrí mirándome en el espejo. Después lo supe: me estaba volviendo transparente.

Los primeros indicios fueron simples agujeros, vacíos y sin fondo, impregnados en distintos lugares del cuerpo. Sí, impregnados. Porque eran como pequeñas medusas de mar que absorbían el espacio donde se posaban. Daban asco. Pero no lastimaban, al menos desde el plano físico, por supuesto.

Me sentía cansado, pero la vida continuaba: por la mañana el trabajo, por la tarde la siesta y el despertar testarudo. La noche llegaba con los primeros intentos de lucidez. Aunque estaban los hoyos, cada vez extendiéndose más sobre la superficie de mí. Y comencé a sentir vergüenza frente a la gente.

De nada sirvió.

La desintegración física se esparcía, como manchas invisibles, por cada región del mapa de mi cuerpo. Mi reflejo en el espejo comenzó a ser fragmentario. Aquí, un pedazo de ojo; allí, mi dedo pulgar derecho mutilado en la nada. Mechones de pelo simulaban pastos secos en un campo irregular, y mis pestañas un barquito flotando en el verde de los azulejos de las paredes.

Perdí la coordinación de los movimientos. Quería servirme un vaso de agua, y estallaba el vidrio contra el piso. Los pinchazos al recoger los restos advertían sectores de mi cuerpo que ya había olvidado por completo. ¡Ay! -rezongaba- esta debe ser la que llamaba rodilla izquierda.

Y descubrí que tampoco tenía sangre. O al menos había desaparecido, junto con mi piel, mis músculos, mis tendones, mis huesos, y cada uno de los tejidos nerviosos y celulares que hoy tanto devanan los cerebros de la Ciencia.

No es extraño en estos casos sentirse estafado.

¿Pero por quién?

El hecho es que decidí dormir. No cumpliría con otra obligación que no fuera dormir. Si tengo que desaparecer, pensé, lo haré por mí mismo y no a causa de los chancros del alma.

Y dormí.

Pero no logré la indiferencia que deseaba. Al contrario, el soñar fue como un largo llanto, al principio. Mi cuerpo (o lo que quedaba de él) fue una lágrima completa que ondulaba en una nube de plomo.

Aunque hubiera querido despertar (quizás la cobardía echara mi voluntad hacia atrás) jamás hubiera podido arrancar la acuosidad vital que yo había gestado. Me restaba la resignación de quien cuelga cabeza abajo, atado a una rama, de un pie.

Quizás pasaron semanas de sueño. No lo sé.

Sentí aromas, diversos, vivos y muertos, vegetales y animales. Y de pronto fui todo un mineral, hasta que surgió, como una estrella en el atardecer, un leve perfume de musgo. Mi reino volvía a latir.

En cuestión de horas, tal vez, me volví todo una selva. La verde humedad reinaba sobre los cuatro horizontes. Solo quebraba el silencio, el murmullo de las raíces que se hundían en la tierra, o el crujido de las ramas que extendían sus dedos para abarcar el escuálido vacío.

Fue un sobresalto cuando el primer pájaro, aleteando entre la maleza, dio el primitivo grito de cristal en la espesura que yo era. Sentí como si hubiera abierto los ojos por un relámpago, con un destello de conciencia, e intenté seguir el vuelo del visitante.

Pero aún era imposible desasirse de tanta rama y tanta raíz dueña de aquel sordo imperio.

Y seguí durmiendo, con la certeza (que algunos llaman esperanza) de que la próxima vez no se escaparía el visitante. Lo atraparía, o mejor: me dejaría atrapar por él. La próxima vez, debía volverme él, el portador del fuego de la conciencia.

Habrán pasado días, y la selva sigue extendiéndose. Aunque está mi alerta: un incipiente cazador, diminuto pero poderoso como una hormiga, esperando entre la espesura, siendo la maleza él mismo, hasta que reaparezca el aleteo, primero, y luego el grito de hierro, como el filo de una espada cortando la roca del mundo, para echarse finalmente él, el cazador, como un atraco de luz dentro de los ojos del ave.

Sigo durmiendo. Esperando cualquier señal: un crujido de ramas, y mi atención se despliega como un abanico hacia cada rincón de la maleza. Ante la falsa alarma, se repliega sobre sus hojas, similar a un caracol. Y vuelve a esperar.

Desconozco el tiempo. Ni lo que es afuera. Pero he notado que no habrá grito que escuchar, ni perfume que olfatear, hasta que un destello de luna en el agua haga saltar a los peces, los de la locura, los que atemorizan al soñador que ha decidido volverse invisible.

He notado que seres de niebla aparecieron entre la maleza. Se posaron de pronto sobre las piedras y comenzaron a alimentarse de la vegetación. Masticaban como orugas las hojas circulares y nerviosas de un alto ciprés. Otros hacían pozos en la tierra mojada, arrancaban las raíces dulces con sus garras y se dedicaban el día y la noche a masticar su presa hasta secarla. Los troncos, pelados y grises, caen sobre otros árboles, aún con vida, aunque en permanente amenaza.

Cada vez son más. Surgen. Se multiplican.

Tienen la sed de los parásitos. En mi selva.

Mi refugio es el anhelo por la llegada del visitante, su grito de hierro, el corte de una roca su espada, sus alas batiendo el aire, y un grito, lacerante, para desmembrar a los parásitos.

Pero sigo esperando. Observo la depredación de las sombras, las fuerzas de la invisibilidad atacando aquí también, aquí dentro, tan lejos del cuerpo, y tan cuerpo, todo cuerpo, mineral, vegetal y animal. Una energía que espera y vibra, se multiplica y adquiere volumen, es un globo, invisible, sin centro ni límite. Estallará.

Y fue el visitante el estallido, su grito agudo pinchando el globo que era contra las sombras, contra los parásitos. Fueron sus alas, dos pergaminos de colores, rebosantes de sabiduría, humildes como un milagro. Había llegado. Llegó. Aquí está.

Abrí los ojos. Tenía cuerpo.

lunes, 4 de enero de 2010

ESTATUARIO

Me desperté, de pie, hecho una estatua. No recuerdo nada del proceso de transformación. Simplemente, allí estaba, sin poder articular movimiento ni palabra.

Cuando mi mujer me descubrió, puso su mano sobre mi frente para tomarme la temperatura.

-¡Estás helado!- exclamó mientras salía corriendo hacia la calle.

A la media hora había un médico auscultándome y solicitando que repitiera treintaitrés. No recibió respuesta, y creyendo que no escuchaba dijo a mi mujer: “no se oyen los latidos de su corazón; tal vez también se haya vuelto de mármol.”

Al día siguiente, mi mujer me presentó un psicólogo, que al mirarme comenzó a trazar garabatos en una pequeña libreta de bolsillo. Hizo preguntas sobre mis padres, mi infancia y mi sentimiento hacia el mundo. De más está decir que no respondí. Se retiró de mi hogar abochornado por la indiferencia.

En los días subsiguientes, para alegrar mi estatuaria frialdad, mi mujer se apareció con un montón de guirnaldas navideñas que comenzó a colgarme del cuello y los brazos. Pero no hubo caso: fui el peor árbol de navidad que hubiera visto (si hubiera podido, por supuesto, desplazarme hasta el baño para mirarme frente al espejo)

Desconsolada, mi mujer echó a la basura las guirnaldas y lloró mi irreversible indiferencia

Una tarde golpeó a la puerta un escultor. Dijo que se había enterado del caso y que venía a contemplar el bloque de mármol, y que tal vez podría hacer algo con él. Me recorrió con mirada inquisitiva, hasta que sacando un cincel de su maletín afirmó que algo provechoso crearía. Al ver el cortafierro, mi mujer dio un grito de espanto e invitó al hombrecito a que se retirara.

Finalmente nos visitó un sacerdote, que con un pesado crucifijo al cuello se echó de rodillas y comenzó a rezar por mi alma. Rezó durante siete días. Pero nada. El viejo había perdido cuerpo, fuerza y ánimo por el ayuno, y creo que se fue con su fe puesta en duda.

Pasó el invierno, y mi mujer cayó en una profunda resignación. Hasta que una mañana de principio de septiembre, por la ventana abierta del living, entró, fugitivo y terroso, un gorrión. Parecía cansado, pero conforme con su nueva morada: una estatua de mármol, deshabitada, bajo techo y al abrigo de las próximas lluvias de primavera.

Al primer visitante le siguieron dos, tres, cinco, diez gorriones. Hicieron su nido sobre mi cabeza y mis hombros. Fue grato reconocer la sensación de calor.

Habrán pasado meses desde entonces, porque en los nidos aparecieron huevos (mi mujer se dedicada día y noche a su cuidado) y luego pichones, que crecieron y aprendieron a desplegar sus alas y a partir.

El hecho es que una mañana (de otoño, quizás) dio saltos de alegría mi mujer, cuando al despertar notó que la estatua (es decir: yo) parpadeaba, abría y cerraba los ojos nuevamente, reaccionando con hostilidad a la luz.

Todavía recuerdo su exclamación:

-¡Regresaste! ¡Bienvenido, mi amor!

viernes, 1 de enero de 2010

LA MANO

Un hombre contemplaba el movimiento voluntario de su mano, bajo una luna celeste estallando en el cauce del río. La abría y la cerraba, la desplazaba hacia adelante y hacia atrás en el espacio. Imitaba el acto del zarpazo, como si cazara un insecto invisible. Se detenía en los pliegues de los nudillos al cerrar la palma con lentitud, y extendía los dedos súbitamente, en un intento imposible por comprobar si en realidad su mano respondía a su voluntad.