jueves, 15 de octubre de 2009

ellos y los capullos

El milagro de la mariposa era poder nadar entre los capullos del mundo, ebrios, desnudos, a punto de morir. Ella desplegaba sus colores, y la baba de los edificios no la atrapaba como las arañas a sus moscas de codicia.
Era el milagro de la mariposa.
Beber de la fuente de los pimpollos, acariciar a la bestia que dibujaba su reflejo en el espejo del cielo. Así su vuelo vencía repleto de néctar.

(Los capullos goteaban su cuenta regresiva y no eran relojes de arena. Tiempo perdido. Fuera.)

Mis manos imitaron a la mariposa. Siguieron su sombra en las paredes. Mímica de cuevas, de flores en las cuevas, de fuego rico en sangre, en destellos para mis alas.
Para cumplir el milagro de la mariposa.
Abrí el paraguas porque goteaban tanto los capullos su destiempo. Lograban opacar mi sol, el carro de oro y sus caballos de crines de espuma. Los capullos. Ellos y su cantar de cangrejos. Sin música. Porque sus pinzas siempre picarán el hielo.

Pero el milagro de la mariposa. Para volver a nacer, desde la ceniza, como las uvas, como el aullido de un chacal en el desierto.
Y emplumar el vuelo, lejos de los capullos, de su baba, del acero que numera las palabras que podemos decir.