domingo, 14 de diciembre de 2008

El espejo

Recordó que su hermano era grabador, y corrió hasta el taller en busca de una cuña. La herramienta se encontraba dentro de un cajón, entre trapos con olor a tinta y aguarrás. No podía perder tiempo, porque el sufrimiento crecía con cada segundo.
Buscó el espejo de pared, al final de la sala. Se enfrentó a su reflejo con la cuña apretada en la mano izquierda (el mango se humedecía con la transpiración del puño apretado, y temía que la humedad hiciera menos certero el golpe en el momento del acto) respiró profundamente y con un movimiento rápido de samurai enterró la cuña en el centro de su frente.
Cayó de rodillas al suelo, los ojos entornados por la punzada. Y aunque esperaba vislumbrar un charco de sangre a sus pies, el espejo le devolvió un panorama distinto al esperado. La cuña salió disparada de la frente como un corcho de una botella, y antes de que los dedos intentaran tapar el agujero perfecto, una luz blanca iluminó su reflejo igual que una linterna. Pensó que tenía un casco de minero, y que toda su vida la había pasado dentro de una mina, y esto era un sueño (o el despertar de un sueño)
Pero rebatió la hipótesis un pie descalzo que se asomó por el agujero de la frente, moviendo sus dedos como si intentara distender una contractura eterna. A medida que se agitaban como gusanitos, el hombre contemplaba cómo el resto de la pierna aparecía a la luz del taller del hermano grabador. Apareció la pierna completa (le colgaba de la frente y tiraba patadas al aire como buscando apoyo en el suelo) y luego otra, que ayudó a equilibrarse a la primera.
El hombre se mantenía de rodillas. Miraba el espectáculo un poco en el espejo y otro desde su perspectiva. Las dos piernas llegaron al suelo, a la vez que asomó un sexo, un vientre, un torso completo de hombre, con sus dos brazos pegados al cuerpo (como haciéndose lo más angosto posible para pasar por el pequeño orificio de la frente) Hasta que llegó el cuello, el mentón, la boca reconocible ya, la nariz inconfundible y los ojos enormes de pez atónito que todas las mañanas le preguntaban para qué se había despertado.
Los últimos cabellos de la cabeza acariciaron la frente del hombre que ya se caía hacia delante, inerte, desmesurado, pálido como una gaviota. El otro, el que había nacido de su frente, estaba desnudo y de pie frente al espejo. Se palpó el cuerpo, como queriendo comprobar su materialidad, y se asombró sobremanera cuando descubrió que el que estaba tendido boca arriba llevaba los mismos ojos de pescado atónito que él.
No obstante, le quitó la ropa al muerto, lo ocultó en un placard y salió hacia la calle como quien solamente entró al taller en busca de una cuña que alguna vez había usado su hermano el grabador.

Edificios suicidantes

Hay edificio suicidantes. Como el mío por ejemplo. (Mío. Bah, es una forma de decir; uno es un pensionista en un edificio suicidante y listo.)

Además de sus ojos grises de persianas húmedas.
Además de los balcones provocantes.
Además de los viejos propietarios.
Además de los vecinos problemáticos e histéricos.
Además de un portero alcohólico.

Este edificio queda al borde de las vías de tren. Nada más suicidante que un edificio a orillas del ferrocarril.

Si te tientan la altura y las ganas de volar, nunca entres a un edificio suicidante. A un costado están las vías como pistas de aterrizaje para los aviones derrumbados.

El humo del hierro quemado seduce hacia el vacío. Un traqueteo de huesos noche y día. La garganta de asfalto.

Y encima las vías.

Jamás pises un edificio suicidante. Si querés conservar las pestañas de cera.