domingo, 4 de enero de 2009

27 años

27 años tengo. Mi viejo tiene 72. Somos capicúas. Mi viejo analizó el fenómeno, hizo cálculos y, finalmente, afirmó: “es imposible que este fenómeno vuelva a darse”.
Tengo 27 años, que tiemblan entre mis manos como un pez fuera del agua. Soy de piscis, por supuesto. Mi vida respira como el agua. Aunque encuentre piedras en el camino, nada detiene ni contiene al agua. Una vez escuché: “El agua es una hija de puta; no la parás con nada.” El agua es sabia. El hijo de puta es el que no sabe escuchar el agua. El agua supo inundar la vida de Wernicke. (Pobre Wernicke; recién me acabo de enterar de que fue alcohólico durante toda su vida) Wernicke fue titiritero y escritor. Seguramente sabía cómo manejar el agua. Por eso eligió la ribera para vivir.
En mis 27 años, que se acaban, hubo muchos intentos. He arrojado tantas botellas al mar (otra vez es el agua) He muerto unas cuantas veces. Pero confío que moriré otras tantas más. Hasta que finalmente me ahogaré.
27 años de ensayar palabras, frases, historias, desahogos. Porque era la única manera que tenía de controlar el agua. Pero, ahora que mejor lo pienso, la cosa no es controlar el agua, sino aprender a nadar. Mi viejo, con el que somos capicúas, supo nadar la vida. Nadó hasta en las tormentas. Hoy disfruta haciendo la plancha, bronceándose bajo la experiencia, contemplando los días con su humilde y dulce sabiduría. Estoy seguro de que cada vez que hace la plancha para contemplar la inmensidad, es como si disfrutara de un vals de Strauss (Johann) o de un tango de Carlitos Gardel. Admiro la sensibilidad que mi viejo tiene hacia la música. Somos capicúas.
A mis 27 años me encanta pensar qué será de mí dentro de un año, cuando los 28 estén acabando. Dónde estaré, qué habré vivido, qué habré dejado de vivir, qué habré escrito, qué habré leído.
Mis 27 años quieren ser sinceros. No les gusta el manoseo. No son de arcilla; son de agua. Son veintisiete pececitos de colores en una pecera que dicen que se llama Patricio Agüed.
Y para más agua, Agüed dicen que quiere decir pozo de agua. Para mí sólo quiere decir agua. No me gusta el agua en pozo. En mi sangre, que es agua, hay libaneses, hay fenicios, que vivieron en el actual territorio del Líbano, y eran un pueblo de navegantes. Amaban el agua. La desafiaron, se amistaron, se acoplaron y navegaron hasta el fin del mundo.
Mis 27 años son una barca de agua corriendo parejas con el agua (¡Oh Calderón!)
Adoro, a mis 27 años, caminar bajo el agua, cuando llueve. Adoro cuando la lluvia, el agua, destroza el paraguas que absurdamente abrí bajo la tormenta. La tormenta es sabia, es agua, destroza los paraguas.
Contemplo mis 27 años. Tienen forma de caballito de mar. Contemplo mis ojos. Sutilmente distanciados uno de otro. Como los peces, como los piscis.
Cuando era un nene, caprichoso como el agua, fuimos a pescar con mi viejo. No pescamos nada. Yo me aburrí y decidí correr por la playa, con mi hermano, que no es un pez sino un toro alado. Mi viejo se aburrió, y en las fotos que le tomó mi mamá (que no es un pez sino una leona con flores entre los dientes) aparece manso como el agua, contemplando el agua.
Mis 27 años destilan sus últimas gotas, que van a parar a la cascada 28. Veintiocho tiene un color azul, como el agua en una tarde de sol, cuando se funde con el cielo. ¿Quién seré a los 28 años? ¿De qué color será este nuevo pececito de agua?

Domingo

Los domingos, el tren pasa muy de vez en cuando. Pasa un tren, y luego las vías permanecen en silencio, deshabitadas; alguna bolsa arrastrada por el viento se atasca en los rieles, hasta que otra bocanada de aire le da nuevo impulso y la echa a rodar. Hasta que otro tren se anuncia como desde la nada, con un rugido cansado e invisible. Pasa. Las ventanillas están vacías. Casi nadie viaja los domingos. Y menos al mediodía. Y menos un mediodía de domingo en enero. ¡Qué hambre de gente tendrá el tren los domingos! La panza de la serpiente metálica está desierta.
Los andenes dejan ver las pintadas: “La propiedad privada es un robo” “Liberen a Rodríguez” “Puto el que lee”
¿Quién es Rodríguez? Los anarquistas de hoy usan celular. Todos somos putos. Ahí viene otro tren.
¡Qué felices serán las ratas los domingos! Son suyas las vías. Seguramente salen a comer con mayor tranquilidad. Eligen su alimento y lo esconden bajo los andenes. Disfrutan sin bullicio. Hace unos días esperaba el tren y vi una rata enorme bajo el andén. Me causó gracia. Era bella en su marginación. No corría, galopaba. Se ocultó en la sombra. Lejos de los hombres. Imaginé sus ojitos horrorizados ante la idea de cruzarse con algún ser humano. Lo bien que hacen en pensar eso.
Los domingos, cuando el tren pasa muy de vez en cuando, las vías son de las ratas, y de las bolsas y los papeles de residuos, y de los anarquistas y de sus celulares, y de Rodríguez (del pobre Rodríguez que vaya uno a saber qué hizo, qué pensó, para estar como una rata entre cuatro paredes) y de los putos que leen, por supuesto.