lunes, 4 de enero de 2010

ESTATUARIO

Me desperté, de pie, hecho una estatua. No recuerdo nada del proceso de transformación. Simplemente, allí estaba, sin poder articular movimiento ni palabra.

Cuando mi mujer me descubrió, puso su mano sobre mi frente para tomarme la temperatura.

-¡Estás helado!- exclamó mientras salía corriendo hacia la calle.

A la media hora había un médico auscultándome y solicitando que repitiera treintaitrés. No recibió respuesta, y creyendo que no escuchaba dijo a mi mujer: “no se oyen los latidos de su corazón; tal vez también se haya vuelto de mármol.”

Al día siguiente, mi mujer me presentó un psicólogo, que al mirarme comenzó a trazar garabatos en una pequeña libreta de bolsillo. Hizo preguntas sobre mis padres, mi infancia y mi sentimiento hacia el mundo. De más está decir que no respondí. Se retiró de mi hogar abochornado por la indiferencia.

En los días subsiguientes, para alegrar mi estatuaria frialdad, mi mujer se apareció con un montón de guirnaldas navideñas que comenzó a colgarme del cuello y los brazos. Pero no hubo caso: fui el peor árbol de navidad que hubiera visto (si hubiera podido, por supuesto, desplazarme hasta el baño para mirarme frente al espejo)

Desconsolada, mi mujer echó a la basura las guirnaldas y lloró mi irreversible indiferencia

Una tarde golpeó a la puerta un escultor. Dijo que se había enterado del caso y que venía a contemplar el bloque de mármol, y que tal vez podría hacer algo con él. Me recorrió con mirada inquisitiva, hasta que sacando un cincel de su maletín afirmó que algo provechoso crearía. Al ver el cortafierro, mi mujer dio un grito de espanto e invitó al hombrecito a que se retirara.

Finalmente nos visitó un sacerdote, que con un pesado crucifijo al cuello se echó de rodillas y comenzó a rezar por mi alma. Rezó durante siete días. Pero nada. El viejo había perdido cuerpo, fuerza y ánimo por el ayuno, y creo que se fue con su fe puesta en duda.

Pasó el invierno, y mi mujer cayó en una profunda resignación. Hasta que una mañana de principio de septiembre, por la ventana abierta del living, entró, fugitivo y terroso, un gorrión. Parecía cansado, pero conforme con su nueva morada: una estatua de mármol, deshabitada, bajo techo y al abrigo de las próximas lluvias de primavera.

Al primer visitante le siguieron dos, tres, cinco, diez gorriones. Hicieron su nido sobre mi cabeza y mis hombros. Fue grato reconocer la sensación de calor.

Habrán pasado meses desde entonces, porque en los nidos aparecieron huevos (mi mujer se dedicada día y noche a su cuidado) y luego pichones, que crecieron y aprendieron a desplegar sus alas y a partir.

El hecho es que una mañana (de otoño, quizás) dio saltos de alegría mi mujer, cuando al despertar notó que la estatua (es decir: yo) parpadeaba, abría y cerraba los ojos nuevamente, reaccionando con hostilidad a la luz.

Todavía recuerdo su exclamación:

-¡Regresaste! ¡Bienvenido, mi amor!