martes, 5 de enero de 2010

HOMBRE INVISIBLE (o la selva)

Lo descubrí mirándome en el espejo. Después lo supe: me estaba volviendo transparente.

Los primeros indicios fueron simples agujeros, vacíos y sin fondo, impregnados en distintos lugares del cuerpo. Sí, impregnados. Porque eran como pequeñas medusas de mar que absorbían el espacio donde se posaban. Daban asco. Pero no lastimaban, al menos desde el plano físico, por supuesto.

Me sentía cansado, pero la vida continuaba: por la mañana el trabajo, por la tarde la siesta y el despertar testarudo. La noche llegaba con los primeros intentos de lucidez. Aunque estaban los hoyos, cada vez extendiéndose más sobre la superficie de mí. Y comencé a sentir vergüenza frente a la gente.

De nada sirvió.

La desintegración física se esparcía, como manchas invisibles, por cada región del mapa de mi cuerpo. Mi reflejo en el espejo comenzó a ser fragmentario. Aquí, un pedazo de ojo; allí, mi dedo pulgar derecho mutilado en la nada. Mechones de pelo simulaban pastos secos en un campo irregular, y mis pestañas un barquito flotando en el verde de los azulejos de las paredes.

Perdí la coordinación de los movimientos. Quería servirme un vaso de agua, y estallaba el vidrio contra el piso. Los pinchazos al recoger los restos advertían sectores de mi cuerpo que ya había olvidado por completo. ¡Ay! -rezongaba- esta debe ser la que llamaba rodilla izquierda.

Y descubrí que tampoco tenía sangre. O al menos había desaparecido, junto con mi piel, mis músculos, mis tendones, mis huesos, y cada uno de los tejidos nerviosos y celulares que hoy tanto devanan los cerebros de la Ciencia.

No es extraño en estos casos sentirse estafado.

¿Pero por quién?

El hecho es que decidí dormir. No cumpliría con otra obligación que no fuera dormir. Si tengo que desaparecer, pensé, lo haré por mí mismo y no a causa de los chancros del alma.

Y dormí.

Pero no logré la indiferencia que deseaba. Al contrario, el soñar fue como un largo llanto, al principio. Mi cuerpo (o lo que quedaba de él) fue una lágrima completa que ondulaba en una nube de plomo.

Aunque hubiera querido despertar (quizás la cobardía echara mi voluntad hacia atrás) jamás hubiera podido arrancar la acuosidad vital que yo había gestado. Me restaba la resignación de quien cuelga cabeza abajo, atado a una rama, de un pie.

Quizás pasaron semanas de sueño. No lo sé.

Sentí aromas, diversos, vivos y muertos, vegetales y animales. Y de pronto fui todo un mineral, hasta que surgió, como una estrella en el atardecer, un leve perfume de musgo. Mi reino volvía a latir.

En cuestión de horas, tal vez, me volví todo una selva. La verde humedad reinaba sobre los cuatro horizontes. Solo quebraba el silencio, el murmullo de las raíces que se hundían en la tierra, o el crujido de las ramas que extendían sus dedos para abarcar el escuálido vacío.

Fue un sobresalto cuando el primer pájaro, aleteando entre la maleza, dio el primitivo grito de cristal en la espesura que yo era. Sentí como si hubiera abierto los ojos por un relámpago, con un destello de conciencia, e intenté seguir el vuelo del visitante.

Pero aún era imposible desasirse de tanta rama y tanta raíz dueña de aquel sordo imperio.

Y seguí durmiendo, con la certeza (que algunos llaman esperanza) de que la próxima vez no se escaparía el visitante. Lo atraparía, o mejor: me dejaría atrapar por él. La próxima vez, debía volverme él, el portador del fuego de la conciencia.

Habrán pasado días, y la selva sigue extendiéndose. Aunque está mi alerta: un incipiente cazador, diminuto pero poderoso como una hormiga, esperando entre la espesura, siendo la maleza él mismo, hasta que reaparezca el aleteo, primero, y luego el grito de hierro, como el filo de una espada cortando la roca del mundo, para echarse finalmente él, el cazador, como un atraco de luz dentro de los ojos del ave.

Sigo durmiendo. Esperando cualquier señal: un crujido de ramas, y mi atención se despliega como un abanico hacia cada rincón de la maleza. Ante la falsa alarma, se repliega sobre sus hojas, similar a un caracol. Y vuelve a esperar.

Desconozco el tiempo. Ni lo que es afuera. Pero he notado que no habrá grito que escuchar, ni perfume que olfatear, hasta que un destello de luna en el agua haga saltar a los peces, los de la locura, los que atemorizan al soñador que ha decidido volverse invisible.

He notado que seres de niebla aparecieron entre la maleza. Se posaron de pronto sobre las piedras y comenzaron a alimentarse de la vegetación. Masticaban como orugas las hojas circulares y nerviosas de un alto ciprés. Otros hacían pozos en la tierra mojada, arrancaban las raíces dulces con sus garras y se dedicaban el día y la noche a masticar su presa hasta secarla. Los troncos, pelados y grises, caen sobre otros árboles, aún con vida, aunque en permanente amenaza.

Cada vez son más. Surgen. Se multiplican.

Tienen la sed de los parásitos. En mi selva.

Mi refugio es el anhelo por la llegada del visitante, su grito de hierro, el corte de una roca su espada, sus alas batiendo el aire, y un grito, lacerante, para desmembrar a los parásitos.

Pero sigo esperando. Observo la depredación de las sombras, las fuerzas de la invisibilidad atacando aquí también, aquí dentro, tan lejos del cuerpo, y tan cuerpo, todo cuerpo, mineral, vegetal y animal. Una energía que espera y vibra, se multiplica y adquiere volumen, es un globo, invisible, sin centro ni límite. Estallará.

Y fue el visitante el estallido, su grito agudo pinchando el globo que era contra las sombras, contra los parásitos. Fueron sus alas, dos pergaminos de colores, rebosantes de sabiduría, humildes como un milagro. Había llegado. Llegó. Aquí está.

Abrí los ojos. Tenía cuerpo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sencillamente EXCELENTE!!! Graciela