lunes, 1 de diciembre de 2008

El árbol del bien y del mal

Cómo marginan los hombres de las manzanas.
Tenemos muertos por su marginación.

Acariciaban con manos de fuego
el blanco perfil del ángel.

Marginan a los mil demonios
de alma celeste
que alimentan con los sagrados desperdicios.

Tenemos muertos vivos
(como los de las películas,
pero palpitantes)

Y tenían una cruz de lengua,
la publicidad más barata en la que pudieron pensar.

Los demonios siguen siendo ellos:
los hombres de las manzanas.
Los que han encarcelado en sus monumentos
a la bestia hermosa de dientes de oro.

Homo sapiens

Desearon la telefonía celular.
Desearon una red sin araña.
La solitaria improductividad.
Ser la velocidad de la luz
y no moverse.

¡Evolución!

Dijeron,
mientras se arrancaban los piojos
unos a otros.

Hemos creado vida (a los tristes dioses)

Pobre computadora que llenamos su memoria
con tanta basura.
No nos da vergüenza
abrir carpetas y carpetas
en la conciencia de la pobre computadora.

Cuando está triste,
le pasamos fríamente el antivirus.
Mientras con la indiferencia de los dioses
nos tomamos un café con leche y medialunas.

La vestimos con fondos de pantalla ridículos
y le hacemos cosquillas todo el día en su teclado.

Pobre computadora que cuando está enferma
la abandonamos en manos grasurientas
de semidioses técnicos.

La hago cantar todo el día
a mi pobre computadora.
Y sus horas de sueño son menores que las mías.

Seamos justos
y pensemos (de una vez, pensemos)
en que nosotros, el glorioso ser humano,
está en la misma condición que ella.

La campana

Descubrió al mirarse en el espejo que tenía un pequeño agujero en la cintura. Era un hoyito de unos cinco centímetros de diámetro, perfecto y redondo.
Se había terminado de bañar y al secarse la espalda descubrió el agujerito. Pensó en la mordedura de algún insecto. Pensó si no había caído de espaldas, durante los últimos días, sobre alguna superficie filosa. Sin embargo, nada. Y el hoyito estaba ahí. Había aparecido, para él, después de bañarse, mientras se secaba la espalda.
No había sangre. Por lo tanto, no se sentía asustado. Sí estaba preocupado, porque no es bueno que alguien tenga un hoyo en la espalda, como un balazo, así como así. Pensó que lo mejor era ver un médico. Así que se vistió, se peinó, buscó los documentos, el carnet de la obra social y salió hacia algún consultorio disponible.
No tuvo que esperar. La recepcionista lo invitó a entrar en el consultorio, luego de revisar su documentación. Detrás de un escritorio cubierto de papeles (y de un destacable par de anteojos) estaba el médico. Tenía una sonrisa en los labios. Le tendió la mano.
Explicó cuál era su problema. Mostró el agujero en su espalda y el médico soltó una carcajada. Dijo que era fácil de curar. Abrió un cajón y dejó sobre el escritorio un puñado de dientes de ajo. Los peló cuidadosamente con los dedos y comenzó con meticulosidad a meter el ajo en el hoyo de su espalda. El médico habló sobre lo inevitable de la transformación de la personalidad en estos casos. Dijo algo sobre el acercamiento al estado de animalidad pura, mientras llenaba el agujero de la cintura con los dientes de ajo y se reía.
De pronto, algo comenzó a temblar bajo la piel del hombre. Como si otra vida hubiera despertado o estuviera luchando por sobrevivir bajo su propia piel. La única reacción, frente a las carcajadas del médico, fue correr hasta el balcón del consultorio, medir la altura (y la posibilidad) sujeto a la baranda de hierro, pasar una pierna hacia el otro lado, soltar el cuerpo y despeñarse de cabeza hacia el asfalto.
Lo último que pensó fue que el golpe sería rápido y frío. Como el tañido de una campana.